Por: Ana Belén Lora.
El cuerpo se expresa sin la necesidad de palabras. Entonces, una postura, un gesto, un movimiento, la cualidad de ese movimiento, la velocidad, la forma en que ocupamos un espacio, en que hacemos uso de este, pero, también, un dolor de cabeza o de estómago, una alergia, un problema en la piel, una enfermedad.
¿Qué comunica nuestro cuerpo? ¿Estará intentando decir algo por nosotros?
Ante la ausencia de palabras y de pensamientos aparece nuestro cuerpo. Como cuando fuimos bebés y todavía no accedíamos al lenguaje. Otras semióticas que persisten a lo largo del tiempo. El cuerpo al servicio de la mente y la mente al servicio del cuerpo. Afectaciones recíprocas e inseparables.
El cuerpo expresa todo aquello que es tan fuerte, que nos cuesta nombrar. Aquello que no le contamos a nadie o que omitimos, como si nunca hubiese pasado.
¿Cómo hacer para no cargar a nuestro cuerpo?
La respuesta parece sencilla, aunque no lo es: hablar. Empezar a poner en palabras nuestros sufrimientos. Escribir lo que nos ocurre, conversarlo con alguien. Identificar nuestras emociones y darles un espacio en nuestra mente. Acoger esas emociones, en vez de fingir que nada nos afecta. Así, poco a poco, ir liberando nuestro cuerpo, que no sea más prisionero de nuestra mente. Apropiarnos de nuestro movimiento, del lugar que habitamos.
Hablar es cuidar nuestro cuerpo, cuidarnos a nosotros mismos. Pero no hablar por hablar. Hablar y reflexionar sobre eso que decimos. Se puede hablar, vomitar palabras una tras otras, para llenar el silencio y, sin embargo, no haber pensado nada. En cambio, hablar e ir reflexionando es una acción muy distinta y valiosa.
Empecemos a pensar, a ponerle palabras a lo que vamos viviendo. Dejemos de poner tanto el cuerpo, de sacrificarlo de ese modo.
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